sábado, 16 de febrero de 2013

6 de 50: Pulp, de Charles Bukowski

Esta entrada es parte de mi reto de Leer 50 libros en 2013


Origen: prestado.

Esta es la primera vez que leo a Bukowski, y este fue el último libro que escribió. Lo que sabía del autor es que es un representante destacado del realismo sucio. Lo que había oído del libro es que era el menos autobiográfico de los suyos. La trama se centra en un detective pendenciero de novela negra que se ve envuelto de pronto en varios casos, algunos de los cuales tienen características fantásticas e incluso de ciencia ficción. Esta mezcla de géneros en su formato más rastrero es lo que le da nombre el nombre de Pulp a la novela.

Ya desde el título y la dedicatoria previa ("Dedicado a la mala escritura") se está avisando del juego intencionado que el autor ha decidido llevar. No tiene grandes pretensiones, aquello no tiene por qué ser más que un montón de mierda entretenida, apilada en una forma medio paródica. De hecho, la historia empieza de la forma más tópica en que puede empezar una novela negra: con el detective en su despacho, acosado por las deudas, sin un caso que le entretenga, cuando un cliente (aún más: una cliente despampanante) viene a plantearle un caso. Pero en seguida se entremezclan los detalles sucios y los fantásticos en la ecuación, y así se mantienen en equilibrios desiguales durante el resto de la novela. La mezcla del realismo más burdo con elementos fantásticos da pie a que no sepamos a qué atenernos en muchos momentos, con lo que el crédito que le demos al conjunto dependerá del nivel de complicidad que hayamos decidido compartir con el narrador (aunque basta con no crearse falsas expectativas ni ser un fanático de los géneros cerrados).

El estilo es dinámico y rápido, de frases cortas y con una gran predominancia del diálogo. O lo que es lo mismo: facilísimo de leer. El narrador y protagonista, el detective Nick Belane, parece tener mucho en común con la leyenda que porta su autor de gran bebedor y tiene, también, ramalazos de filósofo de segunda, como alguien le hace notar en cierto momento. Porque Nick Belane es un hombre de acción, pero su alcoholismo y sus arrebatos de violencia pueden ser consecuencia de motivos más profundos que sus circunstancias: ciertos desasosiegos metafísicos plasmados en las circunstancias más anodinas del día a día:
Tenía que resolver demasiadas cosas. Levantarme de la cama por la mañana era igual que enfrentarme al impenetrable muro del Universo. ¿Debería irme, quizás, a un bar topless y meter un billete de 5 dólares en una braguita? Intentar olvidarlo todo. ¿Debería irme, quizás, a un combate de boxeo y mirar cómo dos tipos se reventaban entre sí?
Pero sufrimiento y problemas son lo que mantienen vivo a un hombre. O intentar esquivar el sufrimiento y los problemas. Es un trabajo de dedicación plena. Y hay veces que ni durmiendo se puede descansar.
Me ha gustado la sobriedad de la narración. Los diálogos, guiados por la bilis cínica del protagonista, suelen terminar en situaciones absurdas (por tanto normalmente divertidas) y problemáticas. La crudeza de los elementos sucios ha sido menor de la que me esperaba por parte de este autor, a pesar de que tiene unas cuantas imágenes bastante sugerentes. Quizás imaginaba que sería más explícito o, mejor dicho, que se deleitaría más en esos detalles. Pero no, me ha convencido de que retrataba una voz simplemente honrada consigo misma, y no complaciente, ni forzada. ¿Lo peor de la novela? La falta de una verdadera estructura en el relato. La historia misma y la resolución de los misterios no importa apenas tanto como la mera sucesión de anécdotas entrelazadas. Si se lee es, sobre todo, para disfrutar la atmósfera que se crea, tanto mediante la expresión como las acciones y los personajes. Pero la historia, en sí, es más anecdótica que las mismas anécdotas que la componen. Tras esta primera cata me gustaría seguir leyendo a este autor en otras obras que le sean más representativas, ya que lo más positivo que le encuentro es que tiene las ideas claras sobre la forma en que hace las cosas, así que seguro que se pueden aprender cosas interesantes de este autor/personaje.

martes, 12 de febrero de 2013

Por qué mancharse de escritura


Últimamente he leído muchos consejos de escritores para escribir, entre otras cosas debido a la serie de decálogos que estoy traduciendo. La mayoría insiste en la perseverancia en el escribir. Siempre hay que escribir, seguir escribiendo, en principio no importa cómo ni sobre qué, lo importante es hacerlo. Sin embargo no recuerdo que ninguno se pare sobre el que, a mi parecer, es el momento más esencial de la escritura: el decidir sobre qué se va a escribir.

Se puede contar por contar, se puede querer hablar sobre algo y no saber bien por qué se quiere hablar sobre ello, y puede que escribiendo sobre ello se descubra un mensaje (que no moralina) oculto en aquella idea primigenia. También se puede tener claro qué se quiere decir, no habrá dudas en ese caso, al menos sobre lo primordial. ¿Pero qué ocurre si se quiere escribir, se quiere decir cosas, y sin embargo no sabe uno por dónde empezar, ni qué temas quiere tratar? El arte está muchas veces en el dedo índice del artista: lo que él señala, lo que elige, sobre lo que él se para es lo que se convertirá en pieza de arte. ¿Cómo decidir a qué darle más importancia? ¿Cómo estar a la altura de esa responsabilidad? ¿Por qué dedicar tiempo y esfuerzo en un proyecto y no en otro? Creo que estas preguntas se ignoran con frecuencia y la respuesta implícita que se le da es la de seguir el instinto.

Cortázar sentía que algunos temas, o anécdotas, le atraían de tal forma que se veía casi obligado a tratarlos (el texto en el que habla sobre esto es de lo poco que he leído de un autor consagrado sobre la elección del tema de la escritura: Aspectos del cuento). En ocasiones le puede ocurrir algo parecido a cualquiera, y la fuerza que guía el impulso de esa escritura es la del instinto puro. En dichos momentos escribir es una gozada e incluso un alivio. ¿Pero qué ocurre cuando uno quiere escribir y no tiene esa idea arrolladora deseando salir de su cabeza, o cuando el ímpetu de aquel pensamiento maravilloso ha menguado hasta paralizarse y volverse apático? ¿De verdad es tan bueno el escribir como fin en sí mismo o merece la pena dedicarle más reflexión al asunto que se elige tratar? ¿Y en tal caso, cómo hacerlo, y hasta qué punto? Si tuviera respuestas concretas a estas preguntas intentaría ponerlas en práctica, porque esta cuestión me parece terriblemente crucial y subestimada.

Por el momento mi única respuesta posible es la que practico (también ahora mismo, en este texto), que consiste en empezar a desarrollar un argumento por escrito (cuando aún sólo tengo una vaga idea de lo que quiero tratar) e ir pensando sobre él mientras avanzo, poco a poco. La ventaja es que es fácil recordar tu propio proceso mental porque lo tienes por escrito. Pese a todo, no es mi actividad favorita, por mucho que escribir me encandile, porque tiene bastante de obligación e introspección en la ignorancia propia, y en esos fangos no es agradable hundirse. Al final, sin embargo, uno suele encontrar algo en aquellas arenas movedizas, y eso le permite salir de aquella pringosa situación orgulloso por lo hallado, aunque el tesoro sea un nuevo atlas lleno de preguntas por contestar, o ciénagas por explorar.

domingo, 10 de febrero de 2013

TRADUCCIÓN: Decálogo de Anne Enright


1 Los primeros 12 años son los peores.

2 La forma de escribir un libro es realmente escribir un libro. Una pluma es útil, escribir a máquina está bien también. Sigue poniendo palabras en la página.

3 Sólo los malos escritores piensan que su trabajo es realmente bueno.

4 La descripción es difícil. Recuerda que toda descripción es una opinión sobre el mundo. Encuentra un lugar en el que posicionarte.

5 Escribe como quieras. La ficción está hecha de palabras en una página; la realidad está hecha de algo más. No importa cuan "real" es tu historia, o cuan "inventada": lo que importa es su necesidad.

6 Intenta ser preciso sobre las cosas.

7 Imagina que estás muriendo. ¿Si tuvieras una enfermedad terminal terminarías este libro? ¿Por qué no? Lo que le molesta a este yo de 10-semanas-para-vivir es lo que está mal en el libro. Así que cámbialo. Deja de discutir contigo mismo. Cámbialo. ¿Ves? Fácil. Y nadie ha tenido que morir. 

8 También lo puedes hacer todo con whisky.

9 Diviértete.

10 Recuerda, si te sientas en tu escritorio durante 15 o 20 años, cada día, sin contar fines de semana, te cambia. Simplemente lo hace. Puede que no mejore tu temperamento, pero arregla algo más. Te hace más libre.

miércoles, 6 de febrero de 2013

5 de 50: Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes

Esta entrada es parte de mi reto de Leer 50 libros en 2013
Y se me quedó plantado, delante, como haciéndome cara, te lo juro, que me asustó, «¿quién ha vuelto los libros?», «pues yo», le dije, y él dijo: «los libros eran él», ya ves qué salida, que así, tan llamativos, con esas pastas, no son luto ni cosa parecida, porque tú ya sabes, Valen, cómo hacen ahora los libros, que parecen cualquier cosa, cajas de bombones o algo así, que dan más ganas de comerlos que de leerlos, ésta es la verdad, que vivimos en la época de los envases, hija, no me digas, que en todas las cosas vale más lo de fuera que lo de dentro, que es una engañifa y una vergüenza, figúrate en un caso así, tú dirás, con un muerto en casa y todo rodeado de colorines, al demonio se le ocurre, que yo, ya me conoces, tuve la santa paciencia de volver libro por libro, menos mal que los paños negros tapaban la mayoría, que si no, la mañana entera, como lo oyes, menuda trabajina, si no se ve no se cree.

Origen: Librería Libros Libres (Madrid)

La forma de Cinco horas con Mario muestra, en primer lugar y con brillantez, cómo la voz que critica los defectos ajenos con deleite se pone en evidencia por sí misma. A través del monólogo (marcadamente partidista) de Carmen con su difunto marido Mario verdaderamente llegamos a entender, sutilmente, todo lo que calla, e incluso al propio Mario, ya sin oído con el que escuchar ni voz con la que replicar a las críticas de su mujer. Y más aún, lejos de dejarnos convencer por nuestra única confidente y narradora, nos precavemos de ella y hasta llegamos a congeniar, compadecer y hasta admirar a su ya fallecido marido, supuesto culpable de tantos delitos de rebeldía y cabezonería. Sin embargo, ni aún cuando a ratos la intransigencia de Carmen nos puede inclinar a detestarla, siempre llegamos a comprender que el origen de su visión del mundo le ha sido impuesta por unos patrones familiares y sociales dogmáticos, recios, aparentes, y, a fin de cuentas, hipócritas.
Es como lo de José María, cuando sale Charo con que dijo antes de matarle que no era la primera vez que un justo moría por los demás, ganas de hablar, que a saber qué dijo José María si es que dijo algo, que estaría muerto de miedo y rezando el Señormíojesucristo, como todos en ese trance, natural. La gente de la cáscara amarga, por la cuenta que le tiene, es muy aficionada a sacar frases y a pulirlas como a los dorados, que hay quien se alimenta de frases como yo digo, qué aburrimiento. Hay que ver la guerra que te dan a ti las palabras, cariño, que lo que dice Valen, a fuerza de darlas vueltas en la cabeza ya no sabes dónde pones los pies, que luego queréis arreglar el mundo y no sabéis de la misa, la media, que éste es el chiste, y os creéis que lo sabéis todo.
Ella (Carmen) ha recibido todas aquellas pautas y las ha absorbido hasta el tuétano, ha hecho de ellas su identidad y su forma de encajar cómodamente en el engranaje social. Y por avatares de la vida termina casada con su opuesto, un eterno insatisfecho con la sociedad (franquista en España, ya que en esa época se ambienta la novela) e idealista, creyente en un mundo más justo y más honrado. Y este es el eje opuesto sobre el que vertebra la novela, esa dualidad entre la comodidad y la rebeldía, la honradez moral y la hipocresía involuntaria, lo teórico y lo práctico, el dogma y la duda, lo opaco y lo traslúcido.
Te digo que cuando caíste malo, los nervios o lo que fuera, descansé, alabado sea Dios, cada uno a su casa y todos tranquilos, ¡qué a gusto me quedé! Y otro tanto con las comidas, cariño, que ni agradecido ni pagado, porque ¿me puedes decir, zascandil, de qué me servía contigo pasarme toda la santa mañana en la cocina? Para ti el caso es engullir, como los pavos, que nunca miraste lo que comías, calamidad, que no sé si por gula o qué, pero bien poco te lucía, la verdad, que yo recuerdo en la playa, el espíritu de la golosina, hijo, y luego tan blanco y con las gafas, dabas grima, de avergonzar a cualquiera, que yo, fuera de broma, prohibiría a los intelectuales arrimarse al mar, ¡qué cosa más antiestética!
Me obligo a escribir sobre los libros que leo, pero en ocasiones, como es el caso, uno no puede decir mucho porque el escritor le ha dejado sin palabras, y no es posible transmitir (ni siquiera conocer) los muchos mensajes sutiles que se han recibido de la lectura. Y menos con una novela como esta, donde los matices psicológicos son tan abundantes que su análisis podría ser interminable. Pese a todo, aclararé dos aspectos que, más allá del provecho que se pueda sacar de la historia, me parecen importantes para disfrutar de este libro: primero, que es fácil de leer. Tras la introducción, el monólogo de Carmen es muy dado a ser leído de carrerilla, todo seguido, un no parar, lleno de frases interminables, llenas de comas, como si de un río se tratase, todo seguido, sin importar las repeticiones, todo pensamientos enlazados. Y en segundo lugar, que llega a ser considerablemente divertido. Tanto por la forma de expresarse de Carmen como por sus ocurrencias, puede provocar una sonrisilla fácil en muchos momentos.

¿Lo peor? Llega a un punto en la novela, en la segunda mitad, en la que el monólogo parece un poco estancado y nada de lo dicho parece nuevo.
¿Lo mejor? Todo lo demás, especialmente lo bien tratada que está la voz de Carmen y lo que nos hace recapacitar Mario desde ultratumba.

lunes, 4 de febrero de 2013

Quehaceres

Jugar, leer, correr. Reír, temer, atreverse. Desear, tener, saciarse. Buscar, comparar, comprar. Cocinar, quemarse, gritar. Trabajar, sufrir, descansar. Coser, pasear, pintar. Caer, estancarse, fracasar. Repetir, intentar, triunfar. Probar, comer, empacharse. Sorber, beber, emborracharse. Limpiar, ordenar, cuidarse. Saltar, cantar, bailar. Parar, llorar, sentarse. Llegar, pasar, ir. No mirar, no pensar, no sentir.

domingo, 3 de febrero de 2013

Palabras muy largas de definir

Los dos, más uno. Uno que no se añade. Un ajeno en su propia casa. Satisfacción, contento, resignación; el ajeno no interfiere, da una bendición tácita. ¿Ocurre algo más; qué rompe la paz consensuada? ¿Qué provoca que ella explote, que rompa e irrumpa en los silencios privados que el ajeno les dirige? Puede que la causa sea el mismo silencio. Como en sus pesadillas, ella se dirige a él con vehemencia. Le exhorta a realizar el exorcismo necesario, le deja claro el desprecio que le merece su cobardía. Le recuerda que la suerte está echada y su destino es perder, pero es más ruinoso perder sin respaldar su apuesta hasta las últimas consecuencias. Y el gritado no asiente ni niega; observa, y en el fondo de su indiferencia parpadea un tímido confort inconfesable ante la repentina turbación. Y calla. El muy imbécil sigue callando como siempre, aunque sus descuidos repitan lo obvio. Pese a todo, ni siquiera él conoce las palabras que calla.