domingo, 4 de agosto de 2013

Una teoría rápida sobre el consumo dramático

Autor: Oleg Shuplyak
    Una de las razones por las que nos sumergimos en ficciones es porque las historias le dan un sentido al dolor y las emociones. Un sentido que en la vida real no llega a tener, por lo común, una consistencia tan clara. Por ello, aunque al consumir estas ficciones suframos o sintamos fuertes pasiones (muchas de las cuales podemos aborrecer: pena, tristeza, etc.), recibimos algún tipo de placer al ser testigos de estos dramas. Además, podemos desapegarnos de ellos y retomarlos cuando sea necesario. Precisamente porque son dramas virtuales y no reales volvemos a ellos, porque nos hacen sentir emociones sin tener el contrapunto de ser dramas reales, y en consecuencia verdaderamente terribles.

   En la ficción las reglas de la empatía son otras. Al seguir a los personajes en sus evoluciones vitales, solemos juzgarlos mucho más por su personalidad y trasfondo que por sus actos, que en muchas ocasiones repudiaríamos, de conocer sólo las consecuencias (véase el ejemplo actual de Dexter, o el clásico de Raskólnikov, de Crimen y castigo, pero se aplica a otros tantos más personajes de los que pueblan libros, películas y series).

   Las historias son invenciones cargadas de sentido. E incluso aunque no pretendan tenerlo, tendemos a buscárselo. El sentido en su forma más básica es la unidad (de unión). Y toda historia tiene una unidad. Al construir una historia (no importa real o ficticia) se hace un proceso de selección: qué elementos son importantes para el entendimiento y enriquecimiento de la historia. Ese criterio de selección, sea cual fuere, da unidad a la historia. Y de esa unidad se pueden extraer significados, que podemos entender como sentidos. El sentido no tiene por qué ser el adónde va, la supuesta finalidad de la historia (esto tendería a ser una moraleja); puede ser perfectamente el de dónde viene. En cualquier caso, es una carga latente en cualquier discurso narrativo.

   La realidad, lo que a veces llamamos "la vida", no comienza en un punto y termina en otro. Nosotros marcamos esos límites. Pongamos por caso una biografía. ¿La historia de una persona comienza con su nacimiento? ¿O con sus padres? ¿O mucho antes? ¿O cuando empieza a tener uso de razón? ¿O cuando hace algo remarcable? Las respuestas variarán dependiendo de la historia que queramos contar. Como tal, la realidad es un continuo discurrir en el que tan sólo nuestra memoria marca los momentos que considera clave. En ese sentido, la falta de "unidad" de la vida nos puede resultar instatisfactoria. Por eso considero posible que una de las principales razones por las que nos enganchan tanto las historias es porque suelen tener una unidad compacta, un sentido empaquetado, por así decirlo, fácil de notar y entender. Que dependiendo de su contenido nos hace digerir el conjunto de una forma u otra, pero en general nos complace en nuestra habitual búsqueda (consciente o no) de sentido.